EDITORIAL

Hay épocas en las que el tiempo se comporta de forma distinta. Por ejemplo, el verano y el invierno —con sus pausas, sus cambios y sus desplazamientos— interrumpen la lógica habitual del calendario. Se desdibujan las rutinas, se alteran las velocidades, se amplía el margen de lo que creemos posible. Algunos días se diluyen entre luces, viajes y conversaciones largas; otros se condensan en un solo recuerdo, preciso como un buen reloj.

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En esos momentos, el tiempo no se detiene, pero se transforma. Pierde su rigor numérico y adquiere una lectura más ambigua, más personal. Se mide en vivencias, no en agendas; en ratos especiales, no en alarmas. Y entonces los relojes —ese objeto técnico, esa herramienta del día a día que nos convoca aquí cada mes— adoptan otra presencia. Dejan de ser instrumentos aliados de la puntualidad y se convierten en cómplices del instante. No los miramos para llegar a tiempo, los miramos para alargar los momentos un poco más.

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Los relojes que entran en esta dinámica no están hechos solo para marcar la hora, están hechos para marcar otra forma de estar en el presente.

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A veces siguen en la muñeca, discretos. Otras veces aparecen en postales inesperadas, como el destello de un bisel sobre la piel al final del día, una vitrina en una ciudad desconocida o una campanada del Big Ben rompiendo el silencio en mitad de Londres.

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En esta edición, cada pieza seleccionada tiene algo en común: transforma nuestra percepción del tiempo, no lo mide. Algunas lo logran desde la complejidad mecánica; otras, desde una arquitectura o un diseño que rompe con la tradición. Pero todas, sin excepción, expresan una idea que compartimos: el tiempo no se adapta a una estación o temporada específica, se reinventa con ellas.

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Ahora mismo los relojes no nos dicen la hora, marcan el valor de este instante.