EDITORIAL
Un latido eterno
3 de septiembre de 2025
En una época dominada por lo inmediato, donde la tecnología se reinventa a cada segundo y el tiempo parece volar entre pantallas luminosas, la relojería se mantiene como un símbolo inquebrantable de lo duradero. Ya no solo se trata de la medición del tiempo, sino del arte milimétrico de una cultura que ha sabido resistir a los cambios inherentes de la modernidad y que sigue representando —para quienes lo entienden— el lenguaje más íntimo del tiempo.
El watchmaking es mucho más que ensamblar piezas dentro de una caja metálica. Es la materialización de siglos de inteligencia y superación humana, un puente entre la mecánica y la magia, entre la funcionalidad y la estética. En cada componente late la herencia de maestros que dedicaron su vida a perfeccionar el capturar el tiempo en la muñeca.
¿La ironía? La relojería vive hoy un momento paradójico. Por una parte, nunca antes hubo tantas formas digitales de medir el tiempo; y por otra, nunca antes los relojes habían tenido tanto peso cultural, tanto valor como símbolos de identidad, estatus y trascendencia. Un reloj ya no es solo un instrumento, es un manifiesto personal y un legado tangible que trasciende generaciones.
Y en ese mismo orden de ideas, un reloj no se limita a acompañarnos en la vida: nos trasciende. Puede marcar el inicio de una herencia familiar, pasando de generación en generación y convertirse en un testigo silencioso de alegrías, derrotas, viajes y recuerdos. Y quizás sea por eso que sigue siendo un elemento tan especial. Podríamos decir que en cada reloj late no solo el tiempo, sino también la memoria de lo que somos y la esperanza de lo que aún seremos.
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Sarah Serfaty